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    En la calle Amargura esquina  Ánimas, vivía la familia de Don Antonio Manso, el cual estaba casado con Manuela Domitila del Portal y Manso cuya belleza y hermosura era el desvelos de los varones de la villa.

    Enamorada de su fiel y celoso esposo, nunca respondió de una u otra forma a los halagos u obscenidades que le prodigaban a su paso. A pesar de la envidia de las mujeres que coincidían con el matrimonio en la iglesia los domingos de misa y de los ojos que no se le apartaban de encima nunca nadie tuvo el mínimo motivo para catalogarla de infiel.

    Solo una cosa la hacía padecer; los celos desmedidos de su esposo, que llegaron a encerrarla en la casa y a velarla- tras las ventanas-  mientras ella estaba en el jardín del patio interior donde gustaba de leer o simplemente cuidar de las plantas y aves enjauladas.

    Qué te sucede mi amor; preguntó una tardecita de abril mientras regaba las plantas. Puedes estar ocultando a tu amante entre los árboles. Y sintió como la mano del esposo la aferraba por el brazo y la arrastraba hasta el cuarto donde la encerró con llave. Obediente y resignada se sometía a los caprichos del esposo sin decir palabra.

    Así las cosas llegó a la ciudad un fraile misionero llamado el Padre jerónimo Tordecillas, para oficiar en la Ermita del Santo Cristo de los Remedios, el cual muy pronto se dio a conocer en todo el vecindario por su piedad, elocuencia sagrada y austeras costumbres. Exhortaba desde el púlpito a los feligreses remedianos para que se confesasen con el precepto pascual, según ordena la Santa Madre Iglesia.

    Sugestionados por los bellísimos  sermones y pláticas doctrinales fueron muchas personas las que se arrodillaron ante el confesionario, para confesar sus culpas al Padre Tordecillas. Una de ellas fue la esposa de Don Isidoro Manso, previo permiso que este le concediera de antemano. 

    Pero como los celos le atormentaban incesantemente sin reparar en la condición de quien los provocaba, los tuvo del Padre Tordecillas en el momento que vio cómo su mujer entraba al confesionario.   

    Llegados a su casa, de forma irrespetuosa y agresiva, le exigió a la asombrada mujer le dijera- punto por punto- lo confesado al cura. La esposa indignada- aunque temerosa- se negó a ello lo que provocó se exacerbaran los celos del hombre que ciego de ira salió en busca del Padre Tordecillas quien apagaba una tras otro los ciriales del templo.

    Ante la impertinencia del esposo, el Padre hizo acopio de paciencia y de forma calmada pero firme le dijo que el velaba siempre por el secreto de confesión y que de favor le pedía abandonara el templo.

    Esta postura del Padre, encendió aún más los celos del desdichado, que retornó a su casa decidido a tomar venganza. La esposa encerrada en el cuarto se escuchaba sollozar. En el cobertizo, encontró el Trabuco naranjero de chispa, lo limpió bien y cargó  hasta la boca con cabezas de clavo. Escondido lo llevó hasta la casa del Fraile al cual encontró de rodillas, orando e intercediendo por el rebaño que dios le había confiado.

    Por la espalda, acercando el cañón a la nuca le disparó al tiempo que maldecía al sacerdote. La cabeza de esta se desprendió y cayó sobre el rosario y la Biblia.

    Isidoro corrió a refugiarse entre los brazos de la esposa rogando perdón. Hasta su casa lo siguió un negrito que fue directo a la justicia y confesó el crimen de Isidoro Manso, en todos sus detalles, por lo que fue apresado el asesino y puesto en la cárcel por el resto de sus días. La gente apuntó que el negrito fue el instigador del asesinato y aseguran era el mismísimo diablo, salido de una de las bocas que tiene el infierno en la villa remediana. 

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    Vivía en esta ciudad, allá por la segunda década del siglo XIX un joven muy distinguido, elegante y buen mozo, que se llamaba  Don Agustín González, hijo de excelente familia, de honrados procederes, temerosos de Dios y con sobrada hacienda para vivir holgadamente  de sus rentas.

    Amigo de los placeres y con sobrados medios de realizarlos, parece que no era tan parco en los de Venus, cual convendría a la moral de aquellos tiempos. Entre sus muchas conquistas amorosas alguna debió de ser muy excepcional y sobresaliente cuando, de la noche a la mañana la vida del joven dio un giro de ciento ochenta grados.

    Al parecer la conciencia de Agustín, estaba recargada con algún pecado sin absolución. Durante días se le vio desandar las calles taciturno y apenas respondía a los saludos con monosílabos o gestos de fastidio. Era tanto el peso que soportaba su espirito que resolvió acercarse al Tribunal de la Penitencia para comunicarle al confesor los tormentos de sus alma.

    Por entonces oficiaba en la iglesia Mayor, Cura vicario interventor de la Santa Cruzada y Cura Inquisidor Francisco Vigil, famoso por el estricto comportamiento que exigía a sus feligreses. Durante varias horas Agustín vertió sobre el sacerdote las razones de su pesar. A medida que el joven se iba despojando de sus culpas el rostro del Padre Vigil se tornaba púrpura y sus ojos se agrandaban de espanto. Asustado salió del confesionario y en tono enérgico le negó la absolución al joven.

    Abochornado, ya sin un asidero, no hubo más refugio que su casa y durante los primeros nueve días su austeridad asombró a la familia que lo vieron hincado ante la figura del redentor, una y otra vez rezando el Padre Nuestro.

    Cuando salió a la calle, no miraba a ningún sitio en específico, su mirada parecía dirigirse a un punto más allá de la razón humana. Sus familiares, amigos y conocidos le preguntaban la causa del cambio en su vida y el silencio era la respuesta. Tampoco quería probar otro alimento como no fuera la yema de huevo que diariamente se ingería a las doce en punto.

    Pasaron veinte años en los cuales llegó a privarse por completo de los alimentos y su mutismo llegó a ser tal que con el tiempo lo creyeron mudo de toda una vida. El pueblo comenzó a ver esto como algo sobrenatural y empezaron a concederle el olor de Santidad. ¡El muerto vivo! ¡El Santo! Le decía los que estaban penetrados del misterio de su supervivencia. El fanatismo llegó a tal extremo que llegaron a clavarle alfileres por todo el cuerpo para ver si se quejaba y nada, la mirada seguía clavada en la distancia. Los familiares sacaban por las tardes los alfileres de su cuerpo y sus labios no eran capaces de hacer la mínima señal de dolor. Una tarde se lo llevaron en una litera hacía Mayajigua, parecía una momia. Cuentan que antes de llegar a su destino se deshizo entre las sabanas y desapareció.

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