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    El río de La Bajada nace en las faldas de la loma de La Puntilla, al sur de la ciudad. Por segmentos se forman enormes estanques que reciben diferentes nombres, entre las cuales, el Charco del Güije destaca por su profundidad y misterio. En su centro una enorme piedra permite el descanso de los nadadores.

    El Güije, según documentos hallados en la ermita del Santo Cristo de los Remedios era un negrito muy feo, de unas seis cuartas de alto, sumamente barbudo, extraordinaria fuerza y de agilidad extrema. Dotado con visión nocturna y olfato capaz de reconocer a todo los seres vivos que se le acercaran. Salía de su escondite, la charca, por las noches y oculto por las tinieblas y con paso cauteloso andaba por las sitierías dando caza a los animales de corral y destrozando los sembrados. En más de una ocasión los vecinos se habían reunido para darle caza, pero siempre lograba, en un último momento, deshacerse entre las brumas como alma que lleva el diablo.

    En el propio documento se describía la forma de darle caza y en reunión informal se propusieron hacer lo que le dictaban los legajos hallados.

    Eran necesarios siete Juanes primerizos que el 23 de junio- vísperas de San Juan, santo patrono del pueblo- salieran en carreta hacía la poza del Güije armados de toda suerte de instrumentos y sus correspondientes sogas para apresar al susodicho. A principio del XIX, se juntaron los primeros siete, Juan Manises; Juan García, alias Buniato; Juan Pérez, (a) Tayuyo; Juanito Pérez, (a) Pericoso; Juanito Calzones (a) el Yabusero; D. Juan (a) Patudo y Don Juan Chicharrones.

    En carreta tirada por bueyes salieron para la loma alrededor de las doce de la noche. Llegaron a las tres y cuarto a la orilla del charco y se dispusieron a comerse y beberse lo que traían en enormes jabas. Alimentados y alegres por el vino se situaron alrededor de la poza en espera de la salida del Güije. Cada cual se encomendó al santo de su devoción.

    A las cuatro en punto empezaron a ver como las aguas se arremolinaban alrededor de la piedra, el viento arrastraba ramas y hojas y una sombra negra se movía en círculos dentro del agua. Un grito, o un alarido ensordecedor precedió a un ser que, de un salto, se situó sobre la roca. Un negrito barbudo, con los ojos enormes iluminados en rojo, daba enormes saltos, se hundía en las aguas y le lanzaba piedras. Con más miedo que valor lograron a duras penas lanzarles sus lazos en el momento que se incorporaba, tiraron fuertes y se sorprendieron al verlo atado. Se animaron y lograron atarlo contra las barandas de la carreta y cargaron con él hacia la villa que entre vítores y aclamaciones los recibía en la entrada. Se bebieron todo el aguardiente posible en l taberna de la entrada y siguieron por la calle Gutiérrez camino a la Plaza central. Al pasar por la ermita del Cristo el principal del templo daba por concluida la homilía con la frase en latín:

    Ítem misa est. Oír esto el Güije,  dar un grito espantoso, romper todas sus ligaduras, saltar de la carreta y huir desesperadamente como alma que lleva el diablo todo fue uno. Entonces se armó el grandísimo alboroto y la gritería más espantosa. Todo eso hasta hoy.

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    En los primeros años del siglo XIX, merodeaba por los alrededores un indio bravo, resto de una familia indígena de esta comarca. Se llamaba Luis Beltrán y tenía por apodo El Indio Martín. Se dio a conocer por sus robos, merodeos y asaltos en las casas de campo, donde hurtaba lo que necesitaba. Se hizo notable por su extraordinaria destreza con las armas, un chuzo hecho de un palo de guayabo con la punta endurecida al fuego y el arco y la flecha; y por su ligereza, pues corría  con más velocidad que un caballo de carrera. Tan pronto se le veía en los Ejidos de la ciudad como en Seibabo, Pirindingo, el Guajen, incluso muchos comentaban de su presencia por el Camagüey, Morón. Caminaba al parecer todos estos lugares y podía estar en dos a la vez lo que hizo pensar a la gente sencilla que era un ser sobrenatural. Se cuenta que solía decir para burlarse de sus perseguidores: soy Luis Beltrán, el Indio Martín, y ni me cogen ni me cogerán. Iba siempre desnudo y descalzo y solo se alimentaba de las lenguas de las reces que encontraban, muertas o simplemente heridas. Hasta los negros cimarrones que andaban por el monte huían de él.

    Se robó una niña de diez años, la que enseño a robar y cazar como él, haciéndola al parecer su mujer. Se la quitó una partida de remedianos en Las Sabanas de Ciego. Luego robó un niño. Lo mataron un Jueves Santo, cerca de Santa Fe.

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