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    La casa vivienda de Sra. Dña. Ana de Rojas, octogenaria descendiente de una de las familias fundadoras de la villa, estaba enclavada en la calle san Roque, entre las calles San Jacinto  y Santo Cristo y era digna de verse. Una verdadera arca de Noé. En un cuarto un escaparate de caoba que aseguraba la anciana lo había traído un barco pirata al mando de Morgan, un espejo de cuerpo entero con el vidrio roto y cubierto por telarañas, una hamaca de henequén, un fogón de tres enormes piedras en el centro de la sala, una escusabarajas cubierta de hollín donde guardaba sus golosinas y una enorme vela de sebo con que se alumbraba. A lo anterior únase una enorme caterva de perros, gatos, curieles, gansos, gallinas, pollos, guineos, cerdos, chivos, carneros, ratas y ratones correteando por la casa y otras alimañas de menor y mayor tamaño. 

    Muy devota de San Salvador estaba encargada de la limpieza de la ermita de ese nombre. Cada tarde iba al templo apoyada en el brazo de la parda Manuela, esclava suya. Tocaba la campana llamando a los fieles a rezar la oración.

    Doña Ana de Rojas sabía la vida y milagro de todo el pueblo y como entonces a la hora de la queda, todos se recogían en sus casas por no haber alumbrado público. Siempre que deseaba saber algún trapicheo de una oveja descarriada se le veía con el pelo blanco amarillento suelto y un palo con el enorme cirio encendido en la punta dando gritos por las calles. Una noche de frío intenso murió Dña. Ana en su hamaca, aterida y blanca la encontró su esclava. Dicen que desde entonces hace el mismo recorrido desde su casa a la ermita, aunque ninguna de las dos exista en la actualidad.

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