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    La Gritona de la calle la Mar

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    En el último tercio del siglo XVIII, cuando el puerto del Tesico aún estaba habilitado como tal, vivía al final de la calle La mar, un matrimonio joven y al parecer muy feliz. Pero como nada es enteramente perfecto, la naturaleza dotó a la muchacha de una cantidad de celos excesiva, a tal grado que se celaba hasta de su sombra.

    El marido, como joven y buen mozo, era un tanto alegre y más  enamorado que amigo de retirarse a su casa a las diez. No era para nada un secreto que tuvo mil muchachas entre sus brazos; y que para dar cumplimiento a tan inaplazables obligaciones faltaba a su casa todas las noches.

    La esposa sufría horriblemente y el tranquilo hogar se convirtió en un infierno; aunque el amor que ambos se profesaban- cada uno a su manera- se mantuviera firme. Ella lo amaba mas allá de lo razonable; el encontraba en sus celos la razón para compartir con otras las penas que los celos “infundados” de ella le causaban

    La joven tomó una ridícula y vulgar determinación que fue la causa de su ruina. Un esclavo de la casa, negro de nación, que la quería entrañablemente le aconsejó que se consultara con un mulato viejo y brujo que vivía en el Tesico. El nigromante por medio de las cartas, adivinaba el porvenir, a la vez que en los casos de infidelidades conyugales- eran la gran mayoría- recetaba unos polvos, hierbas y oraciones- que él vendía-  que obligaban a los hombres a rendirse amorosos y fieles a los pies de sus señoras.

    Como el supuesto brujo no podía entrar al pueblo, por estar buscado por la justicia, la mujer envió al esclavo para concertar la primera consulta. A la siguiente noche, al pie de los algarrobos, frente a la laguna de Ruíz, tuvieron una entrevista misteriosa: la mujer ultrajada, el esclavo y el brujo. Así se inició la amantísima esposa en los secretos de la brujería.

    En los primeros días, el esposo se mantuvo sin salir del hogar- todas las tardes una tormenta lo retenía- y esto fue suficiente para que la mujer aumentara su fe el brujo. Pero pasado el temporal, en menos de una semana, el libertino marido retornó a su vida de pecado.

    Esta vez los celos llegaron al insomnio, al sentir los diablos aguijoneándole todo el cuerpo y retomó las citas en el Tesico.  El mulato brujo-. Conocedor de la persecución de que era objeto y el fanatismo de los pobladores- le había aconsejado que para reconocerla  y contactar con él, diera muchos y lastimeros gritos desde que saliera de su casa. Aceptó ella esta superchería pues notó que al salir  y comenzar a dar gritos los vecinos se escondían en su casas y podía ella atravesar el camino sin ser reconocida. Incontables fueron las entrevistas y mucha la alarma entre los vecinos. A pesar de las tisanas, los baños con infinidad de hierbas y flores, los conjuros, los cocimientos dados al esposo en medio de sus borracheras, los polvos por los rincones y sobre la cama, los cientos de velas consagradas a todos los santos; el esposo se iba con la comida y no regresaba hasta el siguiente almuerzo.

    Una noche un arriero, que venía con su carga para el pueblo, vio a la pareja conversando al pie de los algarrobos y reconoció a la mujer. El brujo- intuyendo el peligro- huyó a la carrera dejándola frente al arriero. Ella le suplicó al hombre no dijera nada en el pueblo y menos a su amante esposo pues todo no era más que un malentendido. Aquella noche, el arriero se contuvo la lengua hasta que el vino le encendió la sangre y le soltó las amarras a la promesa. Esperó por el esposo y de un tirón relató al esposo, punto por punto y un poco más, lo visto la noche anterior hasta concluir con una frase lapidaria: tu esposa es amante del mulato brujo.

    El hombre, aconsejado por los demonios que habitaban en su cuerpo-dijo nada a su esposa y siguió su vida como si nada, esperando sorprenderla en la traición. Ella confiada en la palabra del arriero continuó asistiendo a las consultas y una noche sin luna fue sorprendida por el esposo.

    El brujo en cuanto vio al hombre se echó a correr y la mujer nerviosa, sin reconocer al esposo, corrió tras él. Jadeantes y aterrorizados llegaron a la entrada del Boquerón y al pie de un frondoso y enorme Jagüey, cayó la mujer desfallecida. El brujo, no se detuvo a recogerla y desapareció dentro de la cueva.

    Armada su diestra con un puñal agudo, el marido la encontró de rodillas, apenas con las fuerzas para orar a la virgen de los milagros. Entonces ella lo reconoce y al percatarse de sus intenciones implora: No me mates, por favor, no lo hagas que estoy embarazada y matarías a tu hijo.

    Ciego por las dudas de si era suyo el embarazo, hundió el puñal, una y otra vez, en el vientre de la mujer. Maldita, maldita, maldita, gritaba mientras se hundía en la laguna de Ruíz. Tal vez arrepentido de los hechos, salió llorando y al encontrar a la esposa muerta entre las piedras, cavó una fosa al pie de la cueva del Boquerón y la sepultó. Luego huyó de la villa y dicen que murió en una isla del Pacífico. Desde entonces todos los viernes de la Cuaresma, se escucha el grito de la mujer y se le ve- los que tienen valor para salir o mirar por los postigos- recorrer la calle la Mar desde la Laguna de Ruíz hasta la puerta de la ermita del Buenviaje, pidiendo por el bautizo de su hijo que murió cuando ella ya estaba en el Limbo. 

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